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Dudas

La choza de Jazahn, situada en la recóndita Isla Kalari, se erguía entre frondosos árboles, vegetación variada y totems ancestrales. El aroma de hierbas medicinales y aceites impregnaba el aire, mientras el suave sonido de las olas rompía en la distancia. Dentro, las sombras danzaban a la luz de las antorchas, proyectando formas extrañas en las paredes de madera y hojas. Jazahn se sentaba en el suelo, rodeado de talismanes y amuletos, su mente atrapada en un laberinto de pensamientos oscuros y dudas que llevaba días arrastrando.

 

K’tara, recostada en el lecho junto a la pequeña Ko’hara, dormía profundamente. Su vientre ya mostraba avanzado el embarazo de su segundo hijo, K’tana, y el peso del futuro que se avecinaba no hacía más que añadir más presión a la mente de Jazahn. Mientras la observaba, el médico brujo se acariciaba las manos, sintiendo la calidez de los tatuajes mágicos que portaba. Eran una muestra de su poder y de su conexión con los espíritus, pero ahora parecían tan insignificantes frente a las cuestiones más profundas que rondaban su espíritu.

 

El ritual de unión.

 

El pensamiento había comenzado a germinar en su mente desde hacía semanas, pero cada día se hacía más fuerte, casi como si los propios Loas estuvieran empujándolo en esa dirección. Sin embargo, la idea lo aterraba, no por miedo a K’tara, sino por el destino incierto que el ritual traería consigo. Era mucho más que un simple juramento de amor eterno; era una promesa que ataba sus almas, vidas y destinos, no solo en esta vida, sino en el otro lado. Y Jazahn había visto lo que ese tipo de promesa podía hacer a un trol. Lo había vivido en carne propia.

 

Su padre, el mejor domador de bestias de su tribu, se había unido a la Cazadora de sombras Tiramizú. Eran imparables juntos, casi invencibles en combate. Pero un día, Tiramizú desapareció, envuelta en el misterio. Desde entonces, su padre había vivido con el temor constante de morir en cualquier momento, de ser castigado por los Loas por haber fallado en proteger a su compañera. La incertidumbre lo carcomió poco a poco, y aunque no murió inmediatamente, el miedo lo fue debilitando hasta que dejó de ser el mismo trol que había sido antes de la desaparición de Tiramizú.

 

Jazahn recordaba esos días con amargura. Las noches interminables en las que su padre miraba hacia la oscuridad, esperando la mano invisible de los Loas que lo reclamaran. No había paz, solo incertidumbre. Y aunque su padre nunca rompió su juramento directamente, el hecho de no saber el destino de Tiramizú lo consumía, día tras día. Aquella imagen de fragilidad, de dependencia de un destino sellado por los Loas, era lo que más temía Jazahn.

 

Se levantó lentamente y caminó hacia la entrada de la choza, observando la luna que se alzaba brillante sobre el mar. El sonido del viento entre las hojas le trajo un breve momento de tranquilidad. Cerró los ojos, intentando calmar sus pensamientos. Sabía que tarde o temprano tendría que hablar de esto con K’tara, pero la duda lo asfixiaba. A pesar del amor que sentía por ella, un amor que jamás había imaginado que experimentaría, el peso de un juramento eterno ante los Loas lo hacía cuestionarse si estaba preparado para ello.

 

K’tara era la única trol que había logrado despertarle ese deseo de unión profunda, esa conexión que iba más allá de lo físico o lo emocional. Él, que había vivido de manera libre durante tanto tiempo, disfrutando de la compañía de muchas trols sin atarse a ninguna, ahora se encontraba contemplando la posibilidad de una monogamia que jamás había considerado. K’tara había cambiado todo, incluso su visión del mundo, de sí mismo y de lo que significaba el futuro.

 

Pero la incertidumbre del ritual de sangre era un abismo. Jazahn sabía que si algo le sucedía a K’tara, la perdería no solo en esta vida, sino que los Loas podrían condenarlo. Y más aún, ¿qué pasaría si él no podía cumplir con su parte del juramento? Sabía bien que los Loas castigaban sin piedad a aquellos que traicionaban su promesa: dejar morir a tu pareja, ser infiel, traicionar sus principios o actuar a sus espaldas... cualquier error, por mínimo que fuera, podría llevar a una condena peor que la muerte. La imagen de su padre lo atormentaba, la visión de un trol convertido en una sombra de sí mismo por una unión que, en su caso, no había terminado bien.

 

Jazahn se arrodilló frente a la estatua de Torcali, un Loa que recorre todos los caminos. Con un susurro, comenzó a pedir consejo, a buscar guía entre los espíritus, pero las respuestas eran esquivas, como siempre lo eran cuando se trataba de algo tan profundo como la unión de sangre. Los Loas disfrutaban de estas uniones, las encontraban entretenidas, poderosas, y a menudo otorgaban bendiciones a quienes se comprometían de esa manera. Sin embargo, sabían que los trols que daban ese paso debían estar completamente seguros de lo que hacían.

 

“¿Es esto lo correcto?”, murmuró Jazahn, sus palabras llevadas por el viento hacia la estatua. “¿Podré cumplir mi juramento, o acabaré como mi padre, temiendo cada día por un castigo inevitable?”

El viento no le trajo ninguna respuesta clara. Solo el silencio. Un silencio que lo envolvía y que solo podía ser roto por una conversación, por la única persona que compartía sus inquietudes, aunque ella no lo supiera aún: K’tara.

 

Volvió a la choza y se detuvo a mirar a su compañera. Ella lo había dado casi todo por él, le había entregado su lealtad, su fuerza, y ahora llevaba en su vientre a K’tana, su segundo hijo. Si había alguien con quien podría compartir su vida, su alma, era ella. Pero, ¿sería justo pedirle que asumiera el mismo riesgo? ¿Le pediría ella lo mismo, o sería una carga que él llevaría solo?

 

Sabía que pronto llegaría el momento de hablar. Tenía que hacerlo. Jazahn se acercó lentamente a K’tara y se sentó a su lado, observando cómo su pecho subía y bajaba con cada respiración tranquila. La conexión entre ambos era innegable, y el amor que sentía por ella era profundo, auténtico. Pero el peso del ritual de sangre lo envolvía como una sombra constante. Una parte de él deseaba sellar esa unión, fortalecer el vínculo con K’tara y enfrentarse juntos a lo que los Loas les depararan. Pero otra parte, la parte que recordaba el rostro de su padre, temía las consecuencias si las cosas no salían como esperaban.

 

K’tara murmuró algo en sueños, y Jazahn le acarició suavemente el cabello. Mañana, se dijo a sí mismo, hablarían de esto. Le explicaría sus dudas, sus temores, y también su deseo de unir su vida a la de ella. Juntos decidirían si el camino del ritual de sangre era el que debían tomar.

 

El viento sopló más fuerte afuera, como si los Loas estuvieran atentos, esperando la decisión que aún no había sido tomada. Pero Jazahn sabía que, pase lo que pase, la decisión no sería solo suya.